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Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart



BIOGRAFÍA DE Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart

Nombre Real: Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart
Ocupacion: compositor y pianista.
Nacimiento: 27 de enero de 1756.
Lugas de Nacimiento: Salzburgo, Austria.
Fallecido (†): Viena, Austria; 5 de diciembre de 1791.


Considerado por muchos como el mayor genio musical de todos los tiempos, Wolfgang Amadeus Mozart compuso una obra original y poderosa que abarcó géneros tan distintos como la ópera bufa, la música sacra y las sinfonías. El compositor austriaco se hizo célebre no únicamente por sus extraordinarias dotes como músico, sino también por su agitada biografía personal, marcada por la rebeldía, las conspiraciones en su contra y su fallecimiento prematuro. Personaje rebelde e impredecible, Mozart prefiguró la sensibilidad romántica. Fue, junto con Händel, uno de los primeros compositores que intentaron vivir al margen del mecenazgo de nobles y religiosos, hecho que ponía de relieve el paso a una mentalidad más libre respecto a las normas de la época. Su carácter anárquico y ajeno a las convenciones le granjeó la enemistad de sus competidores y le creó dificultades con sus patrones.

Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756, fruto del matrimonio entre Leopold Mozart y Anna Maria Pertl. La madre procedía de una familia acomodada de funcionarios públicos; el padre era un modesto compositor y violinista de la corte del príncipe arzobispo de Salzburgo, autor de un útil manual de iniciación al arte del violín, publicado en 1756. Mozart era el séptimo hijo de este matrimonio, pero de sus seis hermanos sólo había sobrevivido una niña, Maria Anna. Wolferl y Nannerl, como se llamó a los dos hermanos familiarmente, crecieron en un ambiente en el que la música reinaba desde el alba hasta el ocaso, ya que el padre era un excelente violinista que ocupaba en la corte del príncipe-arzobispo Segismundo de Salzburgo el puesto de compositor y vicemaestro de capilla.

Por aquel entonces, Salzburgo empezaba a recuperarse de los desastres humanos y económicos de las guerras civiles del siglo XVII, pero aun así la vida cultural y económica giraba casi exclusivamente en torno a la figura feudal del arzobispo, al tiempo que empezaban a circular ideas ilustradas entre una naciente burguesía urbana, todavía ajena a los centros sociales de prestigio y poder. Una atmósfera que cabe recordar para, en su momento, hacerse cargo de la mentalidad de Mozart padre, así como de la rebeldía juvenil del hijo.

Leopold, en efecto, educó a sus hijos desde una tempranísima edad como a músicos capaces de contribuir al sustento de la familia y de convertirse lo antes posible en servidores a sueldo del príncipe de Salzburgo. Una aspiración lógica y común en su tiempo. Nannerl, cinco años mayor que Wolfgang, ya daba clases de piano a los diez años de edad, y uno de sus alumnos fue su propio hermano. El interés y las atenciones de Leopold se concentraron al principio en la formación de la dotadísima Nannerl, sin percatarse de la temprana atracción que el pequeño Wolferl sentía por la música: a los tres años se ejercitaba con el teclado del clavecín, asistía sin moverse y con los ojos como platos a las clases de su hermana y se escondía debajo del instrumento para escuchar a su padre componer nuevas piezas.

El más precoz de los genios

Pocos meses después, Leopold se vio obligado a dar lecciones a los dos y quedó estupefacto al contemplar a su hijo de cuatro años leer las notas sin dificultad y tocar minués con más facilidad con que se tomaba la sopa. Pronto fue evidente que la música era la segunda naturaleza del precoz Wolfgang, capaz a tan tierna edad de memorizar cualquier pasaje escuchado al azar, de repetir al teclado las melodías que le habían gustado en la iglesia y de apreciar con tanto tino como inocencia las armonías de una partitura.

Un año más tarde, Leopold descubrió conmovido en el cuaderno de notas de su hija las primeras composiciones de Wolfgang, escritas con caligrafía infantil y llenas de borrones de tinta, pero correctamente desarrolladas. Con lágrimas en los ojos, el padre abrazó a su pequeño "milagro" y determinó dedicarse en cuerpo y alma a su educación. Bromista, sensible y vivaracho, Mozart estaba animado por un espíritu burlón que sólo ante la música se transformaba; al interpretar las notas de sus piezas preferidas, su sonrosado rostro adoptaba una impresionante expresión de severidad, un gesto de firmeza casi adulto capaz de tornarse en fiereza si se producía el menor ruido en los alrededores. Ensimismado, parecía escuchar entonces una maravillosa melodía interior que sus finos dedos intentaban arrancar del teclado.

El orgullo paterno no pudo contenerse y Leopold decidió presentar a sus dos geniecillos en el mundo de los soberanos y los nobles, con objeto tanto de deleitarse con las previsibles alabanzas como de encontrar generosos mecenas y protectores dispuestos a asegurar la carrera de los futuros músicos. Renunciando a toda ambición personal, se dedicó exclusivamente a la misión de conducir a los hermanos prodigiosos hasta la plena madurez musical. Aunque el niño era a todas luces un genio, cabe observar que su talento fue educado, espoleado y pulido por la diligencia del padre, al que sólo cabe achacar haber expuesto a un niño de salud quebradiza a los constantes rigores de unos viajes ciertamente incómodos. La iconografía de Mozart niño no nos ofrece un retrato fiel de su aspecto, pero los testimonios coinciden en una palidez extrema, casi enfermiza.

Así, los hermanos Mozart se convirtieron en concertistas infantiles en giras cada vez más ambiciosas; contaban con el beneplácito del príncipe, sin el cual no habrían podido abandonar la ciudad. De 1762 a 1766 realizaron varios viajes por Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos. En 1762, un año después de la primera composición escrita de Mozart, los hermanos daban conciertos en los salones de Munich y Viena. En el mismo año viajaron a Frankfurt, Lieja, Bruselas y París.

En Versalles, aquel niño mimado por el aplauso de todos, pero niño al fin y al cabo, saltó en un arrebato a las faldas de la emperatriz para abrazarla, y le propuso a la futura reina María Antonieta, entonces niña de su misma edad, casarse con él, además de hacer un público desplante a madame de Pompadour por negarse a besarlo. De allí marcharon a Londres, donde tocaron en el palacio de Buckingham y conocieron a Johann Christian Bach, el hijo predilecto de Johann Sebastian, cuyas composiciones sedujeron al niño. En sólo seis semanas Wolfgang fue capaz de asimilar su estilo y componer versiones personales de su música.

Sin embargo, no todos los viajes estaban alfombrados de éxito y beneficios. Los conciertos, en ocasiones similares a números de circo, no daban todo lo esperado. El monedero del padre Mozart se encontraba vacío con demasiada frecuencia. Como la memoria de los grandes es escasa y caprichosa, algunas puertas se cerraron para ellos; además, la delicada salud del pequeño les jugó diversas veces una mala pasada. El mal estado de los caminos, el precio de las posadas y los viajes interminables provocaban mal humor y añoranza, lágrimas y frustraciones.

La primera gira concluyó en 1766. De 1767 a 1769 dieron conciertos por Austria, y desde esta fecha hasta 1771 por Italia, donde recibió la protección de Martini, que gestionó su ingreso en la Accademia Filarmonica. Leopold reconoció que pedía demasiado a su hijo y en varias ocasiones volvieron a Salzburgo para poner fin a la vida nómada. Pero la ciudad poco podía ofrecer a Wolfgang, aunque recibiría a los trece años el título honorífico de Konzertmeister de la corte salzburguesa; Leopold quiso que Wolferl continuase perfeccionando su educación musical allí donde fuese preciso, y continuó su peregrinar de país en país y de corte en corte. Wolfgang conoció durante sus giras a muchos célebres músicos y maestros que le enseñaron diferentes aspectos de su arte y las nuevas técnicas extranjeras.

El muchacho se familiarizó con el violín y el órgano, con el contrapunto y la fuga, la sinfonía y la ópera. La permeabilidad de su carácter le facilitaba la asimilación de todos los estilos musicales. También comenzó a componer en serio, primero minués y sonatas, luego sinfonías y más tarde óperas, encargos medianamente bien pagados pero poco interesantes para sus aspiraciones, aceptados debido a la necesidad de ganar el dinero suficiente para sobrevivir y seguir viajando. A menudo se vio también obligado a dar clases de clavecín a estúpidos niños de su edad que le irritaban enormemente.

Entretanto, el padre se sentía cada vez más impaciente. ¿Por qué no había conseguido todavía la gloria máxima su hijo, que ya sabía más de música que cualquier maestro y cuya genialidad era tan visible y evidente? Ni sus conciertos para piano ni sus sonatas para clave y violín, y tampoco los estrenos de sus óperas cómicas La tonta fingida y Bastián y Bastiana habían logrado situarle entre los más grandes compositores. Sólo en 1770 Leopold considerará que al fin su hijo goza de un éxito merecido: el Papa Clemente XIV le otorga la Orden de la Espuela de Oro con el título de caballero, la Academia de Bolonia le distingue con el título de compositore y los milaneses acompañan su primera ópera seria, Mitrídates, rey del Ponto, con frenéticos aplausos y con gritos de "¡Viva il maestrino!"

El 16 de diciembre de 1771 los Mozart regresaban a Salzburgo, aureolados por el triunfo conseguido en Italia pero siempre a merced de las circunstancias. Aquel afamado adolescente de quince años ya tenía en su haber la escritura de más de cien composiciones (conciertos, sinfonías, misas, motetes y óperas) y lucía con orgullo la Espuela de Oro del papa. Ese mismo año, sin embargo, había fallecido el arzobispo de Salzburgo, y las ideas y el carácter del nuevo mitrado, el conde Gerónimo Colloredo, alteraron el rumbo de la vida de Mozart.

En Salzburgo

Contra lo que pueda parecer, la atmósfera en la Austria católica era menos rígida y puritana que en la Alemania protestante, sobre todo en Viena, y el nuevo arzobispo no era un señor feudal a la antigua usanza, sino todo un reformista ilustrado, que convirtió a los siervos y criados de su corte en funcionarios públicos. En esta operación, sin embargo, Colloredo actuó con la rigidez de un déspota, y para el joven Mozart, equiparado administrativamente a los jardineros de palacio, la modernización de la corte le resultó más humillante y gravosa que el trato benevolente y paternal, aunque arbitrario, de su antiguo señor. La corte salzburguesa estaba, además, impregnada de clericalismo e intrigas en la tradición vaticana, y el vitalismo y cosmopolitismo de Mozart ansiaba la vida de Viena, por la intensidad de su apertura y curiosidad musical y la animación artística de sus teatros.

Sólo su naturaleza alegre y despreocupada salvó al joven de la apatía o la rebelión y le permitió crear en esta época más y mejor que nunca. Era el fin del niño prodigio y el comienzo de la madurez musical. En sus conciertos rompía con las concepciones tradicionales alcanzando un verdadero diálogo entre la orquesta y los solistas. Sus sinfonías, de brillantes efectos instrumentales y dramáticos, eran excesivamente innovadoras para los perezosos oídos de sus contemporáneos. Mozart resultaba para todos a la vez nuevo y extraño. Pero tampoco su siguiente ópera, La jardinera fingida, en la que fundía por primera vez audazmente drama y bufonada, constituyó un éxito, aunque había tratado de seguir al pie de la letra las reglas de la moda y los convencionalismos. El joven se sentía frustrado, deseaba componer con libertad y huir del marco estrecho y provinciano de su ciudad natal. Nuevas y breves visitas a Italia y Viena aumentaron sus ansias de amplios horizontes.

Durante este período su producción de encargo fue básicamente sacra, aunque Mozart compuso además varias óperas cortesanas, cuartetos de cuerda, sonatas y divertimentos. Tras una estancia en Munich, en enero de 1775, para representar ante el elector Maximiliano III La jardinera fingida, Mozart consiguió finalmente autorización de Colloredo para una nueva gira. Acompañado esta vez de su madre, partió de Salzburgo, feliz de abandonar su «salvaje ciudad natal» y con la esperanza de revivir sus éxitos infantiles en París. Pero primero se detuvo largos meses de l 777 en Munich, Augsburgo y Mannheim, entre otras ciudades. En la última trabó amistad con Ramm, Wendling y Cannabich y escribió el Concierto para piano que fue la número 271 de sus composiciones.

El 23 de marzo de 1778 llegó a París, donde conoció la primera de sus más amargas experiencias: la ciudad le ignoraba; había crecido; ya no era, por su edad, un fenómeno de la naturaleza que pudiera ser exhibido en los salones, unos salones contra los que Mozart escribió durísimas palabras por la frivolidad e insensibilidad musical ante su obra. Sus condiciones de subsistencia se hicieron extraordinariamente precarias, lo que sin duda contribuyó a minar la ya precaria salud de su madre. Anna Maria falleció el 3 de julio, y esta muerte contribuyó a incrementar los malentendidos y tensas relaciones entre padre e hijo.

Derrotado, antes de regresar a Salzburgo, Mozart recaló en el hospitalario refugio de la familia Weber en Mannheim. Durante su viaje de ida se había enamorado de Aloysia Weber que, a su corta edad, presagiaba una prometedora carrera de cantante. Si esperaba entonces encontrar consuelo en ella, ésta sería su tercera experiencia de dolor. En su ausencia, Aloysia había triunfado y le hizo saber claramente que no uniría su vida a un músico sin un futuro asegurado como él.

Los dos años siguientes los pasó en Salzburgo, languideciendo en su «esclavitud episcopal», hasta que le llegó un encargo de Munich: la composición de una ópera, Idomeneo, en la que Mozart, aun dentro del esquema cortesano de Gluck, superaría sus anteriores composiciones para la escena. En 1781 Mozart y la familia Weber coincidieron en Viena. Él, como miembro de la corte de Colloredo, trasladada a la capital; la familia Weber, para seguir los acontecimientos musicales de la temporada. Surgió entonces el amor por la hermana de Aloysia, Constance.

Entretanto, las relaciones con el arzobispo se encresparon. Mozart, para desesperación de Leopold, no era ningún modelo de diplomacia y, pese a su carácter risueño y bondadoso, reaccionaba con acritud instantánea cuando se sentía atacado o humillado. A primeros de mayo, Mozart recibió la orden, a través de un lacayo de Colloredo, de abandonar inmediatamente Viena, al parecer, para llevar un paquete a Salzburgo, en donde se le indicó que debía permanecer. Mozart presentó su carta de dimisión al arzobispo, quien la aceptó de inmediato. Libre de patrones, Mozart residiría en Viena el resto de su vida.

En Viena

Mozart prefiguraba así el artista moderno del romanticismo, muy en consonancia con el espíritu rebelde del Sturm und Drang y la sensibilidad wertheriana que conmocionaba a la juventud alemana de la época; un artista que quería liberarse de la servidumbre feudal, que se resistía a insertarse en las filas del funcionariado cultural, y pretendía sobrevivir a sus solas expensas. Mozart habría de pagar muy cara su ejemplar osadía; pero, por el momento, se sintió feliz y libre. Comenzó a dar lecciones de piano y a componer sin descanso. Muy pronto la suerte se puso de su lado: recibió el encargo de escribir una ópera para conmemorar la visita del gran duque de Rusia a Viena. Como por aquel entonces estaban de moda los temas turcos, exponentes del exotismo oriental con ciertos toques levemente eróticos, Mozart abordó la composición de El rapto del serrallo, que, estrenada un año más tarde, se convirtió en su primer éxito verdadero, no solamente en Austria sino también en Alemania y otras ciudades europeas como Praga.

El 4 de agosto de 1782, poco después de este gran triunfo, Mozart se casó con Constance Weber, a quien dedicó la serenata Nachmusik (K. 388). Mucho han discutido los biógrafos los motivos de esta boda. ¿Auténtico amor? ¿Debilidad ante las maniobras casamenteras de la madre de Constance? ¿Necesidad de afirmarse en su nueva independencia frente a las presiones de Leopold? Posiblemente hubiera de todo un poco. La genialidad musical de Mozart no tenía por qué coincidir con la madurez del carácter.

En general se tiende a creer que la señora Weber, que había soñado alguna vez con convertir al prometedor joven en su yerno, intentó despertar el interés de Mozart por su hija menor, Constance, de catorce años. No sería difícil: Wolfgang no pudo ni quiso resistirse a la dulce presión y se prometió a la muchacha, que era bonita, infantil, alegre y cariñosa, aunque quizás no iba a ser la esposa ideal para el caótico compositor. Constance tenía aún menos sentido práctico que él, todo le resultaba un juego y no podía ni remotamente compartir el profundo universo espiritual de su marido, enmascarado tras las bromas y las risas. Pero aunque era una joven de poca finura espiritual, su vitalismo tenía que agradar e incluso fascinar al rebelde Mozart. Y Mozart se consideró el hombre más afortunado del mundo el día de su boda, y continuó creyendo que lo era durante los nueve años siguientes, hasta su muerte. Parece injusto afirmar que Constance fuera la sola causa de su ruina y quebrantos. No es seguro que le fuera fiel (algunas de las cartas del marido a la esposa son extremadamente patéticas, en sus ruegos de que sepa «guardar las apariencias») , pero tampoco lo es que Mozart se lo fuera a ella en todo momento.

Lo indudable es que, al igual que su joven esposo, Constance no era la administradora que la delicada situación de un artista independiente hubiera requerido, y parece ser que derrochaba con la misma alegría que Wolfgang Amadeus: el hogar vienés de los Mozart recibía diariamente la visita de peluquero y otros servidores; en los momentos de mayor penuria, Mozart se las ingeniaba para aparecer en público impecablemente vestido y mostrarse liberal y obsequioso. Sólo tras su muerte, sus amigos, muchos de ellos en envidiable situación económica, se enterarían con sorpresa de la magnitud de su endeudamiento.

El matrimonio se instaló en Viena en un lujoso piso céntrico que se llenó pronto de alegría desbordante, fiestas hasta el amanecer, bailes, música y niños. Era un ambiente enloquecido, anárquico y despreocupado, muy al gusto de Mozart, que en medio de aquel caos pudo desarrollar su enorme impulso creador. Una sombra en estos años fue la poca salud de su mujer, debilitada con cada embarazo; en los nueve años de su matrimonio dio a luz siete hijos, de los que sólo sobrevivieron dos: Karl Thomas y Franz Xaver (nacido cuatro meses antes de la muerte de Mozart y futuro pianista). Constance se vio obligada a seguir curas de reposo, gravosísimas para la endeble economía familiar.

Todo en Mozart era, por tanto, derroche: de facultades, de vitalismo, de proyectos, de obras y de sentimientos. No se acercó a la francmasonería en 1784 en busca de una ayuda económica que nunca, por orgullo, solicitó de sus amigos, sino por saciar un ansia de universal fraternidad y espiritualidad que Mozart, como muchos católicos austriacos, sacerdotes incluidos, encontró en los símbolos y los ritos masones antes que en la pompa clerical de la Iglesia. Una simbología que más adelante sabría plasmar musicalmente en la composición de La flauta mágica.

Los nueve años que separan su matrimonio de su muerte pueden dividirse en dos períodos. Hasta 1787, y sobre todo a partir de los éxitos vieneses de 1784, Mozart disfruta de unos años que pueden ser calificados de «felices». Durante este primer período, su producción fue ingente en todos los géneros: conciertos para piano, tríos, cuartetos, quintetos... De 1783 es la Misa en do menor, a la vez solemne y exultante; de 1784 datan sus más célebres Conciertos para piano; en 1785 dedicará a Haydn los Seis cuartetos: todas ellas son obras magistrales, pero el público sigue mostrándose consternado ante una música que no acaba de entender y que por lo tanto le ofende.

De 1786 data la ópera Las bodas de Fígaro, con libreto de Lorenzo da Ponte a partir de la obra de Beaumarchais. La elección del tema era arriesgada, pues la obra original estaba prohibida; pero en esta misma elección se puso de manifiesto el arrojo liberal del compositor al participar de la crítica suave, pero en el fondo corrosiva, que de los privilegios nobles había llevado a cabo Beaumarchais. Mozart espera con impaciencia el día del estreno de su nueva ópera: los mejores artistas habían sido contratados y todo parecía anunciar un triunfo absoluto, pero después de algunas representaciones los vieneses no volvieron al teatro y la crítica descalificó la obra tachándola de excesivamente audaz y difícil.

El ocaso

Viena empezó a cerrarle inexplicablemente sus puertas y e inició así un período gris y doloroso que duraría hasta su muerte. Los biógrafos hablan de su excesivo tren de vida, de las costosas enfermedades de Constance y de las maquinaciones de los músicos vieneses, envidiosos no de su fortuna pero sí de su genio. En la casa de los Mozart se instaló de pronto la mala suerte. El dinero faltaba, los encargos escasearon y el desprecio de los vieneses se redobló. Mozart se enfrentó a la amenaza de la miseria sin saber cómo detenerla.

El matrimonio cambió de casa diversas veces buscando siempre un alojamiento más barato. Sus amigos les prestaron al principio con gesto generoso sumas suficientes para pagar al carnicero y al médico, pero al darse cuenta de que el desafortunado músico no iba a poder devolverles lo prestado, desaparecieron uno tras otro. Si la pareja seguía bailando en salas de dimensiones cada vez más reducidas durante los largos e inclementes inviernos de Viena no era por su alegría festiva sino para que la sangre circulase por sus heladas piernas. La salud de Constance empeoraba y Mozart tuvo que enviarla, pese a sus deudas, a un sanatorio. Era la primera vez que los esposos se separaban y el compositor sufrió enormemente; nunca dejó de escribirle cada día apasionadas cartas, como si su amor continuara tan vivo como el día de la boda.

Para sobrevivir, el genio se vio obligado al recurso de las clases particulares, que no siempre encontró. La ausencia de Constance, la humillación de sentirse injustamente relegado, las penurias económicas, la experiencia del dolor, en suma, no agriaron su carácter; es más, se acrecentó y afinó su inspiración musical en una fecunda serie de obras maestras en el ámbito de la sinfonía, del concierto, de la música de cámara y de la ópera. Las composiciones de esta época nos hablan de un Mozart tierno, ligero y casi risueño, aunque con algunos toques de melancolía. La Pequeña música nocturna y su célebre Sinfonía Júpiter son buena muestra de ello.

Mientras Constance está internada, Mozart recibirá desde Praga el encargo de una ópera. El resultado será Don Giovanni, estrenada apoteósicamente el 29 de octubre de 1787. Praga, enamorada del maestro, le suplicó que permaneciese allí, pero Wolfgang rechazó la atractiva oferta, que seguramente hubiera mejorado su posición, para estar más cerca de su esposa. Al fin y al cabo, Viena le atraía como el fuego a la mariposa que ha de quemarse en él.

En 1790 se estrenó en la capital austriaca su ópera Così fan tutte y al año siguiente La flauta mágica. Inesperadamente, ambas fueron recibidas con entusiasmo por el público y la crítica. Parecía que los vieneses apreciaban al fin su genio sin reservas y deseaban mostrarle su gratitud teñida de arrepentimiento, aunque fuese tarde. Pero su salud se quebró: sabemos que el día del estreno de La flauta mágica, el 30 de septiembre de 1791, en Viena, ya no pudo asistir al gran triunfo popular de la más optimista y querida de sus composiciones. El maestro comenzó a padecer fuertes dolores de cabeza, fiebres y extraños temblores.

Un Réquiem para su propia muerte

Mucho se ha escrito sobre la muerte de Mozart. La idea romántica de que fue envenenado tenía incluso un protagonista: Antonio Salieri, músico de éxito de la época al que la leyenda dibuja como un artista mediocre que supo, como ninguno en su época, comprender el original genio de Mozart y, muerto de envidia, no pudo soportar la idea de que un hombre aniñado tuviera semejante don. El paroxismo llegó al extremo de creer que Mozart fue enterrado en una fosa común para borrar las huellas del homicidio. Hasta tal punto se extendió esta historia que se convirtió en el argumento de la ópera Mozart y Salieri de Rimski-Kórsakov, de una obra de teatro del célebre escritor ruso Alexandr Pushkin y el drama Amadeus de Peter Shaffer (texto en el que se basa la exitosa película homónima de Milos Forman, estrenada en 1984 y protagonizada por Tom Hulce). No existe ningún referente histórico que pueda corroborar dicha versión.

La realidad es que en julio de 1791, cuando Mozart ya sufría los síntomas de la enfermedad que le resultaría mortal, posiblemente uremia, recibió la visita de un personaje «delgado y alto que se envolvía en una capa gris», que le encargó la realización de un réquiem. La leyenda romántica pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su propia muerte. Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico del visitante, que no era otro que Anton Leitgeb, cuya catadura era ciertamente siniestra; le enviaba el conde Franz von Walsegg, y la misa de réquiem era por la recientemente fallecida esposa del conde.

El hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era algo infrecuente por aquel entonces, y no podía sorprender a Mozart, quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo. Pero la ominosa coincidencia del siniestro aspecto del mensajero, la condición fúnebre del encargo y la conciencia de la propia debilidad de sus fuerzas tuvo que impresionar profundamente la sensibilidad del músico, quien no ocultó a sus amigos su creencia de estar componiendo su propio réquiem.

En cualquier caso, está fuera de lugar la calumniosa hipótesis de una alevosa trama o de un envenenamiento urdido por Salieri o algún otro músico rival. Mozart nunca fue diplomático con sus colegas de inferior talla artística, pero precisamente Salieri no escatimó sus alabanzas a Mozart, y fue uno de los entristecidos asistentes a su funeral. Hoy en día sólo un dudoso interés novelesco puede ignorar las razones y la identidad, perfectamente establecida, que se ocultaba tras el encargo del réquiem. Si bien se mira, las coincidencias reales del azar son más inquietantes que la maliciosa fantasía de los fabuladores.

Mozart acertó en su intuición de que moriría antes de terminar su Réquiem. Como en las otras obras de este último período, su estilo es más contrapuntístico y su escritura melódica más depurada y sencilla, pero ahora con protagonismo de unos muy sombríos clarinetes tenores y fagotes. A la muerte de Mozart, Joseph Eyble recibió la partitura para su terminación, que no llevó a cabo, recayendo esta tarea en Süssmayer. Éste pretendió haber orquestado completamente los movimientos del Réquiem, desde el «Dies irae» hasta el «Hostias», pretensión sobre la que no existen pruebas fehacientes.

La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Réquiem, preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del «Lacrimosa», Mozart lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constance: «Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que quedarte esta noche y presenciar mi muerte». A la noche, con gran serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su fallecimiento y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada del 5 de diciembre.

Su amigo el conde Deym le hizo una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus varios retratos. A continuación tuvo lugar un funeral en una nave lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número de músicos, francmasones y miembros de la nobleza local. El dato es significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que rodeó su muerte y entierro. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd. Pero éstas eran las normas dictadas por José II en su curioso afán de «modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y francmasones.

Mozart y el clasicismo

El clasicismo, como etapa de la estética musical, fue ciertamente breve pero de vital trascendencia. Se dejó sentir con particular intensidad aproximadamente entre 1770 y 1805, supuso una notable evolución de los estilos musicales y tuvo en las figuras de Haydn y Mozart a sus dos mayores representantes, sin olvidar una parte importante de la primera producción de Beethoven, vinculada a los preceptos clásicos. En la historia de la música occidental, el clasicismo corresponde a la etapa que en las demás artes recibe el nombre de neoclasicismo. Durante este periodo, las restantes artes toman como modelo el arte griego y romano; la música carecía de dichos modelos, pero, al igual que en las otras artes, se percibe en las composiciones de este periodo una búsqueda de lo bello y lo equilibrado.

El clasicismo surge como resultado de un conjunto de tendencias musicales que empiezan a desarrollarse hacia 1740 y que reaccionan contra la música barroca. El agotamiento a mediados del siglo XVIII de las formas barrocas hizo nacer entre los compositores un deseo de renovación, que conllevó el cultivo de un estilo más sencillo y equilibrado, deslindado de lo que algunos consideraban "excesos barrocos".

La búsqueda del equilibrio y de la transparencia, es decir, de un lenguaje natural, condujo a maestros como Johann Christian Bach (1735-1782) a formular una música desprovista de la severa arquitectura de sus antecesores. Fue el modo de dejar atrás la última de las etapas barrocas, el Rococó, cuyo intimismo, algo afectado, respondía todavía a un mundo formalista.

En las obras de Johann Christian y de otros contemporáneos, como su hermano Karl Philipp Emmanuel Bach (1714-1788), Johann Stamitz (1717-1757) y Johann Christian Cannabich (1731-1798) -los dos últimos fueron artífices de la conocida escuela de Mannheim, tan importante para Mozart-, se advierte ese intento de fluidez estilística y de crear un lenguaje refinado a la vez que ágil. La sensibilidad de los movimientos lentos, siempre meditativos, fue una característica del denominado "estilo galante", y respondía a una nueva forma de concebir la realidad, condicionada por los aires de la Ilustración. La Razón llevó a construir las obras musicales con la lógica de la prosodia, lo que musicalmente equivale a decir que las partituras presentaban una clara estructura de frases y una única y destacada melodía, que discurría sobre una base armónica que ya no tenía su punto de apoyo en el bajo continuo.

Viena, capital de la nueva música

Si fue en Alemania donde comenzó a detectarse este cambio musical, el punto más importante de elaboración e irradiación del estilo clásico fue Viena, ya que en esa ciudad trabajaron los músicos más señalados del momento. Aunque Joseph Haydn (1732-1809) prestaba sus servicios en la corte de Esterháza, bastante lejos de Viena, estuvo muy vinculado a esta ciudad, sobre todo a partir de 1780, momento en que estableció mayor relación con los editores musicales vieneses.

Al año siguiente Mozart se estableció en la capital, cuando su estilo musical, ya maduro, empezaba a producir obras de la dimensión de El rapto del serrallo y de la Sinfonía núm. 35, "Haffner". No mucho después, en 1787, el todavía joven Ludwig van Beethoven (1770-1827) marchó a Viena para conocer a los célebres maestros y estudió con Haydn tras la muerte Mozart. Beethoven ya no dejaría Viena. Si tenemos en cuenta que Christoph Willibald Gluck (1714-1787), que ya en 1762 con su Orfeo y Eurídice impulsó el nuevo estilo operístico, residió en Viena desde su adolescencia, será fácil deducir la importancia musical que adquirió dicha ciudad. En ella vivieron también músicos tan notables como Johann Georg Albrechtsberger (1736-1809) y Antonio Salieri (1750-1825), que fuera maestro de Beethoven, y posteriormente de Schubert, otro insigne vienés, y Liszt.

Joseph Haydn

A Joseph Haydn se le considera el principal artífice de la evolución estilística del clasicismo, al menos hasta la llegada de las obras de madurez de Mozart. El avance más significativo emprendido por Haydn fue en la sinfonía, que le sirvió de excelente campo experimental y en el que mostró una desbordante inventiva. No en vano se le conoce como "el padre de la sinfonía", pues contribuyó a su desarrollo en tal modo que le confirió una nueva fisonomía con respecto a las de Johann Christian Bach y Stamitz. Su mayor duración, la inclusión de pasajes solistas, el regular incremento del metal, el diálogo más intenso entre las secciones instrumentales, el uso del minuetto (agregado a los tres movimientos) y su consiguiente desarrollo, el acentuado cromatismo, las extensas codas y los repentinos cambios tonales son algunos de los rasgos que encontramos en el espléndido catálogo sinfónico de Haydn.

Haydn llevó esa misma evolución al ámbito del cuarteto de cuerda, para el que fijó los ahora habituales cuatro movimientos y la disposición invariable de dos violines, una viola y un violonchelo, a los cuales concedió la misma importancia, de modo que los instrumentos más graves, rompiendo la tradición, dejaron de ejercer una función de acompañamiento. La profusión de motivos y diseños, y la interlocución cada vez más acentuada de los instrumentos, cosa que se evidencia sobre todo a partir de sus Cuartetos de cuerda, op. 30, hicieron que el ilustre escritor alemán Goethe comparara el cuarteto de cuerda clásico con una conversación mantenida por cuatro personas inteligentes.

Mozart

"Su hijo es el mayor compositor que jamás haya conocido." Éstas fueron las palabras que Haydn dirigió a Leopold Mozart, padre del compositor. También Goethe, después de la muerte del músico, comentó a Eckermann en sus Conversaciones que "Mozart es inalcanzable en el terreno de la música, y Shakespeare lo es en el de la poesía".

En 1772 un hecho iba a condicionar la trayectoria de Mozart: la llegada del príncipe-arzobispo Colloredo al trono de Salzburgo, con quien mantuvo una relación tensa, violenta a veces, y que terminaría con el afincamiento de Mozart en Viena en 1781. Sin embargo, mientras estuvo en la casa paterna escribió bellísimas obras, como los cinco conciertos para violín (1775), la Serenata "Haffner" (1776) y, sobre todo, el Concierto para piano núm. 9 "Jeune homme", considerado como la primera obra plenamente "clásica" del músico. Esta producción la alternaba con viajes constantes a Munich, Viena, Augsburgo y Mannheim, en cuya corte conoció a los más avanzados músicos del momento, miembros de una famosa orquesta que sirvió de modelo para toda Europa. Mozart aprendió mucho del estilo de aquellos maestros, y siempre acarició la posibilidad de formar parte del insigne conjunto orquestal.

Este ir y venir (cabe recordar que en 1778 emprendió de nuevo el camino hacia París) colmó la paciencia de Colloredo, y en 1781 las desavenencias propiciaron la definitiva marcha del maestro a Viena. Allí se casó en 1782 con Constance Weber e inició una etapa febril, decisiva para la historia de la música, pues fue entonces cuando consolidó el lenguaje del clasicismo y llevó a mayores extremos los preceptos de su estimado Haydn. Debe considerarse que desde su llegada a la capital hasta su muerte, período en el que no transcurrieron más de diez años, escribió alrededor de trescientas obras, entre las que hay composiciones capitales como los conciertos para piano (sobre todo, los núms. 17, 19, 20, 21, 23, 25, 26 y 27), las sonatas para el mismo instrumento, el Concierto para clarinete, las sinfonías (de las que subrayamos las relacionadas con los núms. 35, 36, 38, 40 y 41), los cuartetos de cuerda (de los que destaca una bellísima serie dedicada a Haydn), el Quinteto para clarinete y diversas óperas, cada una de las cuales habría bastado para granjearle la fama universal: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni, Così fan tutte, La clemencia de Tito y La flauta mágica. Su última partitura es de carácter sacro: se trata de una de sus páginas más legendarias, el Réquiem (del que dejó muchas partes inacabadas), que el propio Mozart creyó que escribía para sí, dada su precaria salud, en nada favorecida por los excesos de la vida disipada que llevó y por el denodado esfuerzo que supuso tan sublime y copiosa producción.

La obra de Mozart

Son muchos los aspectos que hay que tener en cuenta a la hora de valorar la obra de Mozart. Compositor sumamente prolífico, llama la atención en primer lugar la gran variedad de estilos que componen su repertorio. Puede afirmarse que es el único de los grandes maestros de la historia de la música culta que cultivó todos los géneros de su época con el mismo interés. Otro aspecto es la pasión por la composición que le acompañó toda su vida. Fue un compositor tan precoz que traspasó los límites de lo que se entiende por un niño prodigio. El nivel de su producción, además, no decayó a lo largo de su vida (lo más habitual es que los niños tan aventajados pierdan del todo el interés al llegar a la pubertad). La intensidad de su trabajo era además compatible con una personalidad alegre y desenfadada. Sus contemporáneos le describen como un hombre de mundo, apasionado y degustador de los placeres de la vida, consumado bailarín y de amplias relaciones sociales. Así se creó a su alrededor la idea de que el Mozart mundano nada tenía que ver con el Mozart que se sentaba al piano, como si un ser superior se apoderase del hombre distraído y bromista que conocieron sus cercanos.

Si al Mozart mundano no se le prestaba especial atención, su música no despertaba tampoco el suficiente interés. Los músicos contemporáneos, centrados más en satisfacer los gustos del momento (con menos talento, por supuesto) que en desarrollar un nuevo lenguaje musical, fueron alabados y agasajados abiertamente; en Mozart, los momentos de olvido o menosprecio superaron a los de gloria. No sería verdaderamente hasta La flauta mágica, una obra casi póstuma, cuando el gran público comenzó a fijarse en él; con anterioridad sólo había tenido éxito en la alta sociedad. No mucho tiempo después, Mozart se convertiría en el ídolo de los jóvenes románticos, y el reconocimiento a su obra pasaría en poco tiempo a convertirse en el culto que todavía hoy se le profesa.

Para comprender el universo musical de Mozart hay que tener en cuenta, por un lado, la ciudad donde nació. Salzburgo era encrucijada de influencias artísticas, a medio camino entre los grandes centros italianos y alemanes y Viena, la "capital europea de la música" en época de Gluck y Salieri. Y por otro, la sólida formación cultural y musical de su padre, Leopold, que sobre todo le familiarizó con los compositores del sur de Alemania. A ello hay que añadir los viajes que Mozart realizara y que le pusieron en contacto con los grandes maestros del momento, en especial los cercanos al otro gran centro musical del momento, París. Además, Mozart fue un consumado maestro del arte de la imitación, y supo sacar lo mejor de cada maestro (Eberlin, Adlgasser o Haydn entre los germánicos, y Schobert, Eckardt y Honauer entre los del círculo parisino) para utilizarlo luego en su propio provecho. Si a eso sumamos su inmenso talento y su capacidad de trabajo (hasta la propia extenuación), podemos llegar a comprender el inmenso legado que dejó tras su muerte.

Primera etapa: infancia y adolescencia

Mozart escribió más de seiscientas composiciones, entre las que se encuentran cuarenta y seis sinfonías, veinte misas, ciento setenta y ocho sonatas para piano, veintisiete conciertos para piano, seis para violín, veintitrés óperas, otras sesenta composiciones orquestales y otros cientos de obras más. Sus obras fueron recopiladas en 1862 por Ludwig Von Köchel; de ahí la letra "K" seguida de un número que se utiliza siempre para catalogar sus composiciones.

Su abundante producción suele agruparse en tres periodos, el primero de los cuales abarcaría su infancia repleta de viajes y giras de concertista prodigio y finalizaría aproximadamente cuando, en 1771, terminan sus giras y permanece preferentemente en Salzburgo. En sus primeras piezas, simples frases cortas realizadas entre los 5 y los 7 años, no se dejan todavía ver las cualidades del Mozart que vino después, pero dan una idea de la precocidad de su genio. Sus primeras composiciones completas, fundamentalmente sonatas en varios movimientos para piano, dejan ver las influencias de su primer viaje a París, sobre todo la estructura melódica de Johann Christian Bach.

Con apenas nueve años Mozart ya componía sinfonías (llegaría a crear un total de treinta y cuatro), lo que muestra su afán por aparecer ante los ojos del mundo musical de la época no sólo como un intérprete virtuoso, sino como un verdadero compositor. Además de componer obras de géneros más cercanos a él, como serenatas o divertimentos, también se atrevió con formas que empezaban a desarrollarse en esa época, como los cuartetos de cuerda, en los que se puede observar la línea italianizante que también pesa en sus primeras composiciones.

Otro corpus importante de su primera época como compositor es la música religiosa, que se enmarca dentro de la tradición salzburguesa. Así, escribió cinco misas, dos "Regina Coeli", dos letanías y un gran número de obras de menor entidad, además de seis sonatas para la epístola. Sin embargo, la pujante composición italiana del momento hizo también mella en el joven creador, que imprimió a sus obras un lenguaje cercano a la ópera, con líneas melódicas exaltadas y una orquesta que ejerce de mero acompañante, todo ello sin dañar la dignidad armoniosa de sus composiciones.

A ello deben añadirse los primeros intentos en géneros de los que luego se convertirá en maestro, como el singspiel, la ópera bufa o la ópera seria. En este campo deben destacarse Apolo y Jacinto, Bastián y Bastiana y La tonta fingida. Dentro de la ópera seria, pertenecen a esta etapa Mitrídates, Rey del Ponto (1770), Ascanio en Alba (1771), El sueño de Escipión (1772) y Lucio Silla (1772).

La juventud en Salzburgo

El segundo periodo correspondería a la etapa en la que, pese a algunos viajes, permaneció en Salzburgo al servicio de Colloredo, y terminaría con la ruptura definitiva con el arzobispo (1771-1781). En este momento producirá fundamentalmente música religiosa e instrumental. La ópera, género por el que Mozart demostró mucha inclinación, apenas pudo desarrollarse en esta etapa por la falta de encargos. Sin embargo, la obra más destacada de esta etapa sería precisamente una ópera: Idomeneo, rey de Creta (estrenada en 1781). Características propias del universo musical mozartiano, como la introspección armónica y melódica, la riqueza formal, el colorido instrumental y la profundidad en la interpretación del texto estuvieron ya presentes en esta obra, y fueron un adelanto del Mozart maduro de su etapa vienesa. No obstante, la intensidad dramática no es la misma en Idomeneo que en sus grandes óperas posteriores.

En este período compuso innumerables arias para concierto, las cuales alcanzaron una intensa expresión tanto por la amplitud de su concepción como por el carácter apasionado. La música religiosa, por su parte, continúa a medio camino entre el estilo antiguo y el estilo moderno. Esto puede comprobarse en las doce misas de este período, donde Mozart comienza a dar forma musical a los largos textos del "Gloria" o el "Credo", particularmente en la KV 317 y 337.

En cuanto a las obras sinfónicas, Mozart se esforzó en este período en definir el carácter de los diferentes movimientos y equilibrarlos en el conjunto de la obra, como puede comprobarse en las KV 183 y 201, que están cuidadosamente acabadas. La influencia de la música parisina, que está muy presente en las obras sinfónicas de este período, puede comprobarse en la Sinfonía "parisina" KV 297, que es más pomposa.

Donde, sin embargo, el talento de Mozart alcanzó su verdadera dimensión como artista en esta época fue en sus divertimentos y serenatas. Esta música, alejada del boato y la seriedad de las obras religiosas y sinfónicas y de las óperas, y mucho más indiferente y alegre, fue muy del agrado de la sociedad de Salzburgo. Movimientos de carácter sinfónico, danzas populares y otras obras muestran su inventiva y su libertad compositiva. Algo similar ocurrió en el campo del concierto, desde su primer Concierto para piano KV 175, donde se muestra ya la riqueza musical de su arte, hasta las sonatas para piano, que se enmarcan en la misma línea de las obras anteriores, aunque con más amplitud en cuanto a su exigencia técnica. Por otro lado, los cuartetos de cuerda se inspiran en los de Haydn, y se alejan de los primeros cuartetos italianizantes del período anterior.

La madurez vienesa

Este tercer y último período se asocia con su establecimiento definitivo en Viena (1781-1791) y tiene como primera característica un descenso sintomático en la composición de obras religiosas. También se redujeron las serenatas y sinfonías. No obstante, la producción escasa de este tipo de obras no está reñida con un perfeccionamiento y un cuidado exquisito por parte del compositor. Serenatas y sinfonías darán paso a conciertos para piano, donde se registra la música más "mundana" de la producción mozartiana. El valor dado a las óperas y a la música de cámara en este período es mucho mayor, casi excluyente, aunque Mozart también tuvo interés en componer obras de circunstancias, arias, conjuntos y coros, lieder y cánones.

En el clima artístico de la capital el estilo de Mozart llega a su suprema madurez, despojándose de todo localismo: disminuida la producción de música religiosa, de serenatas y entretenimientos, surgen las formas clásicas de la sinfonía, del cuarteto y del concierto. Se establece con Haydn un fecundo y recíproco intercambio de influencias, especialmente en la producción de cuartetas. Un ilustrado melómano vienés, el barón Van Swieten, revela a Mozart la grandeza de Bach y de Haendel, y su arte se fortalece con la solidez del contrapunto. Por lo que se refiere a la música de piano no dejó de ejercer influencia sobre el estilo de Mozart el agridulce torneo de habilidad ejecutiva en el que fue su oponente Muzio Clementi, de paso por la corte de Viena en 1781.

Pero aunque Mozart partiera de las piezas de su amigo Joseph Haydn y del estudio de las obras de Bach y Haendel, si por algo se caracteriza este período es por la apropiación de las fuentes, que son modificadas y moldeadas para acoplarse por completo a los deseos del compositor, creando un lenguaje musical completamente original y único. Del estudio de Haydn parten piezas como los seis cuartetos de cuerda KV 387, 421, 428, 458, 464 y 465. En cuanto a la influencia de Bach y Haendel, se concreta en numerosas fugas y fantasías; la huella de El Mesías, Acis y Galatea o la Oda a Santa Cecilia están presentes en sus dos grandes obras religiosas de este período, la Misa en do menor KV 427 y el Réquiem, ambas inacabadas.

La práctica ausencia de serenatas y divertimentos da una idea del escaso interés de Mozart por la música de simple entretenimiento y el deseo de centrarse en una música de cámara espiritualizada, como puede comprobarse en las serenatas KV 361, 375 y 388, y especialmente en la Pequeña música nocturna KV 525. Por su parte, en las seis últimas sinfonías se aprecia el interés de Mozart por la obra sinfónica de Haydn y su evolución en el trabajo contrapuntístico y temático. Mozart amplía además la sonoridad sinfónica y dota a las últimas de una profunda introspección, llevando este tipo de composición hacia una expresión más profunda que la que tenía hasta entonces. Buenas prueba de ello son la Sinfonía Haffner KV 385, la Sinfonía "Linz" KV 425 y la Sinfonía "Júpiter" KV 551.

Mozart dedicó en este último periodo mucho más tiempo a la composición de conciertos. Compuso en esta etapa diecisiete conciertos para piano. Algunos se hallan en la línea de los anteriores; otros se acercan más a su trabajo para música de cámara (KV 449, 453 y 456), mientras que en otros la brillantez y la frescura son las notas dominantes (KV 450, 451 y 459). La sonoridad está especialmente cuidada en los conciertos KV 482, 488 y 491, alcanzando cotas a las que Mozart no había llegado hasta entonces, sublimes ya en el KV 537, que contrasta con el Concierto "de la coronación" KV 537 y el Concierto en Si Bemol KV 595, donde está más presente la seriedad de la ocasión, que se aprecia en cierta ausencia de contrastes. Además de estos conciertos para piano, Mozart escribió cuatro para corno y un concierto para clarinete.

Mozart fue el primero en hacer de la música de cámara para piano un género independiente. Compuso en esta etapa cinco tríos para violín, piano y violonchelo; el trío "Kegelstatt" para clarinete, viola y piano KV 498; dos cuartetos para violín, viola, violonchelo y piano; y el quinteto para cuatro instrumentos de viento y piano KV 452. La principal característica de estas piezas es el estilo sobrio y cuidado, con una temática simple pero cargada de gran intensidad. En ellas, a pesar de ser el piano el que domina, las cuerdas adquieren una mayor importancia. Algo similar ocurre en el divertimento KV 563, el quinteto con clarinete KV 581 y en los últimos cuatro quintetos de cuerda KV 515, 516, 593 y 614; en todos ellos se conjugan la majestuosidad, la delicadeza y la extrema sobriedad de las últimas composiciones de Mozart, también presentes en las numerosas arias de concierto y los lieder de este período.

Las óperas vienesas

Las óperas del período vienés figuran, sin duda, entre las piezas más célebres de la obra de Mozart; constituyen la culminación de los singspiel alemanes, las óperas bufas y las óperas serias que ya había cultivado en su juventud. Del primero de estos géneros destaca la obra que inició este periodo, El rapto del serrallo (estrenada en 1782), donde la diversidad estilística supera el corsé histórico del género. Es, además, la primera obra en la que Mozart intervino decisivamente en la elaboración del libreto, tomando por tanto un papel decisivo no sólo como músico, sino también como autor dramático. Destacan sus aportaciones en las delicadas melodías en el canto de los enamorados, y en las alegres conversaciones entre criados.

Todo ello alcanzó su plenitud en Las bodas de Fígaro (1785, estrenada en 1786). En parte, la evolución de Mozart como compositor operístico emblematiza el derrotero mismo de su vida personal y estética. En Las bodas de Fígaro (primero de los tres libretos que Da Ponte escribió para él) prevalece el concepto de opera buffa atenido, como señalarían algunos historiadores del arte, a la modalidad del encargo, y sometida a las reglas que el mecenazgo exigía (respeto de las convenciones, sometimiento del genio al oficio). A pesar de que se trataba en un principio de una ópera bufa, la alejan de este género el desarrollo de los caracteres de los personajes, que alcanzan un componente humano impensable en obras anteriores.

Don Giovanni (Don Juan, 1787) introduce, por su parte, otros niveles de dramatización, al sumar a los caracteres humanos otros de índole sobrenatural. Considerada actualmente la más trágica y perfecta de sus obras, fue concebida por Da Ponte y el mismo Mozart como un drama al estilo fijado por Carlo Goldoni para el teatro italiano: un drama «jocoso», donde los enredos y la ligereza de las andanzas del seductor y su criado Leporello están contrapunteados por una partitura llena de oscuros presagios y amenazantes barruntos demoníacos: el retorno de los muertos y las puertas del Infierno que se abren ante el pecador irredento. La expresión musical abarca entonces mayores matices, pues de las bufonadas de Leporello se pasa a la altivez y al desprecio por las leyes de don Juan. El terror de don Juan en sus últimos instantes contrasta con la escalofriante aparición del espectro del Comendador, en una de las escenas de mayor intensidad dramática de la ópera realizada hasta entonces.

Così fan tutte (Así hacen todas, 1789, estrenada en 1790), sin embargo, lleva la trama al puro juego. La armonía en los cantos y en los numerosos conjuntos de personajes que, realmente, sólo son marionetas con una ligera caracterización, alcanzan una resonancia como en ninguna otra obra de Mozart. Puede decirse que es la pieza en la que más se aleja de la realidad para entregarse al puro arte por el arte. A un argumento y una trama enteramente pertenecientes a la tradición buffa impone Mozart una música de tal complejidad (propia de su último estilo o Spätstil) que convierte a la leve historia en el andamiaje de una grandiosa realización estética: tanto los sentimientos como la música están a enorme distancia del ligerísimo libreto, lo cual le permite incorporar tonos irónicos y paródicos, oponiendo acentuados y excelsos momentos de elevada expresión a risas y comentarios entre dientes de los actores y cantantes secundarios. El efecto es sorprendente: en parte, puede ser visto como la manifestación, en Mozart, de una tensión que sólo encontraría su definitiva resolución en Beethoven: la tensión entre el artesano y el genio. Para Beethoven, la música y su argumento provenía enteramente de su interior. Mozart, en cambio, debía equilibrar su propio arrebato a las exigencias históricas de su función al servicio de la corte.

Todo ello contrasta con La clemencia de Tito, obra anacrónica y denostada en la que, sin embargo, pueden encontrarse los elementos propios del Mozart en la madurez de su arte. Quizá el motivo del encargo, la coronación de Leopoldo II, pesara en el compositor a la hora de crearla, y le llevara a poner en escena una ópera mucho más "pesada" y pomposa que las anteriores. Con La flauta mágica (1791) cerró un ciclo vital. En ella, Mozart se centra en una idea masónica de la humanidad hacia la que convergen todos los personajes, por lo que puede decirse que es una obra más preocupada por las ideas que por la caracterización de éstos. La extrema simplicidad tonal de muchos pasajes de la obra le confieren una espiritualidad sin parangón hasta ese momento.



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OBRAS DE Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart:

  La obra de Mozart fue catalogada por Ludwig von Köchel en 1862, en un catálogo que comprende 626 opus, codificadas con un número del 1 al 626 precedido por el sufijo KV.

La producción sinfónica e instrumental de Mozart consta de: 41 sinfonías, entre las que destacan la n.º 35, Haffner (1782); la n.º 36, Linz (1783); la n.º 38, Praga (1786); y las tres últimas (la n.º 39, en mi ♭; la n.º 40, en sol menor, KV 550; y la n.º 41, en do mayor, KV 551 Júpiter compuestas en 1788); varios conciertos (27 para piano, 5 para violín y varios para otros instrumentos); sonatas para piano, para piano y violín y para otros instrumentos, que constituyen piezas clave de la música mozartiana; música de cámara (dúos, tríos, cuartetos y quintetos); adagios, 61 divertimentos, serenatas, marchas y 22 óperas.

Mozart empezó a escribir su primera sinfonía en 1764, cuando tenía 8 años de edad. Esta obra está influida por la música italiana, al igual que todas las sinfonías que compuso hasta mediados de la década de 1770, época en que alcanzó la plena madurez estilística. El ciclo sinfónico de Mozart concluye con una trilogía de obras maestras formado por las sinfonías n.º 39 en mi ♭ mayor, n.º 40 en sol menor y n.º 41 en do mayor, compuestas en 1788.

Con respecto a su producción operística, después de algunas obras «menores» llegaron sus grandes títulos a partir de 1781: Idomeneo rey de Creta (1781); El rapto en el serrallo (1782), la primera gran ópera cómica alemana; Las bodas de Fígaro (1786), Don Giovanni (1787) y Così fan tutte (Así hacen todas, 1790), escritas las tres en italiano con libretos de Lorenzo da Ponte; La flauta mágica (1791), en la que se reflejan los ritos e ideales masónicos, y La clemencia de Tito (1791).

El grueso de la música religiosa que escribió forma parte del periodo salzburgués, donde existe una gran cantidad de misas, como la Misa de Coronación, KV 317, sonatas da chiesa y otras piezas para los diversos oficios de la Iglesia Católica. En el período vienés disminuye su producción sacra. Sin embargo, las pocas obras de carácter religioso de este periodo son claros ejemplos de la madurez del estilo mozartiano. Compuso la Misa en do menor KV 427 (la cual queda inconclusa, al igual que el Réquiem), el motete Ave verum corpus KV 618 y el Réquiem en re menor, KV 626.

También escribió bellísimas canciones, tales como Abendempfindung an Laura KV 523, entre otras. Compuso numerosas arias de concierto de gran calidad, muchas de las cuales fueron usadas en óperas de otros compositores a modo de encargo. De sus arias de concierto se pueden destacar, por su calidad y encanto: Popoli di Tessaglia...Io non chiedo, eterni dei KV 316, Vorrei spiegarvi, oh Dio! KV 418, ambas para soprano, o Per pietà KV 420, para tenor..

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