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San Atanasio



BIOGRAFÍA DE San Atanasio:

Nombre real: San Atanasio
Profesion: Obispo de Alejandría
Nacimiento: 295
Lugar de Nacimiento: Alejandría, Egipto


Atanasio, nombre que significa "inmortal", nació en Egipto, en la ciudad de Alejandría, en el año 295. Llegado a la adolescencia, estudió derecho y teología. Se retiró por algún tiempo a un yermo para llevar una vida solitaria y allí hizo amistad con los ermitaños del desierto; cuando volvió a la ciudad, se dedicó totalmente al servicio de Dios.

Era la época en que Arrio, clérigo de Alejandría, confundía a los fieles con su interpretación herética de que Cristo no era Dios por naturaleza.

Para considerar esta cuestión se celebró un concilio (el primero de los ecuménicos) en Nicea, ciudad del Asia Menor. Atanasio, que era entonces diácono, acompañó a este concilio a Alejandro, obispo de Alejandría, y con su doctrina, ingenio y valor sostuvo la verdad católica y refutó a los herejes y al mismo Arrio en las disputas que tuvo con él.

Cinco meses después de terminado el concilio con la condenación de Arrio, murió san Alejandro, y Atanasio fue elegido patriarca de Alejandría. Los arrianos no dejaron de perseguirlo y apelaron a todos los medios para echarlo de la ciudad e incluso de Oriente.

Fue desterrado cinco veces y cuando la autoridad civil quiso obligarlo a que recibiera de nuevo en el seno de la Iglesia a Arrio, excomulgado por el concilio de Nicea y pertinaz a la herejía, Atanasio, cumpliendo con gran valor su deber, rechazó tal propuesta y perseveró en su negativa, a pesar de que el emperador Constantino, en 336, lo desterró a Tréveris.

Durante dos años permaneció Atanasio en esta ciudad, al cabo de los cuales, al morir Constantino, pudo regresar a Alejandría entre el júbilo de la población. Inmediatamente renovó con energía la lucha contra los arrianos y por segunda vez, en 342, tuvo que emprender el camino del destierro que lo condujo a Roma.

Ocho años más tarde se encontraba de nuevo en Alejandría con la satisfacción de haber mantenido en alto la verdad de la doctrina católica. Pero llegó a tanto el encono de sus adversarios, que enviaron un batallón para prenderlo. Providencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de Egipto, donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo volver a reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por quinta vez. Finalmente, pasada aquella furia, pudo vivir en paz en su sede.

San Atanasio es el prototipo de la fortaleza cristiana. Falleció el 2 de mayo del año 373. Escribió numerosas obras, muy estimadas, por las cuales ha merecido el honroso título de doctor de la Iglesia.

Otros Santos cuya fiesta se celebra hoy: Fiesta de María Reparadora. Santos: Félix, Flaminia, Saturnino, Germán, Celestino, Exuperio, Ciriaco, Teódulo, Florencio, Eugenio, Longinos, Zoe, mártires; Antonino Pierozzi, confesor; Daniel, monje.


FOTOS DE San Atanasio:


  





OBRA DE San Atanasio:

  Obrero infatigable cuanto luchador invencible, San Atanasio pudo dedicarse al mismo tiempo a un trabajo intelectual intenso y a un combate sin tregua. Jamás lo rozó el desaliento; y si después de cada exilio volvía a su sede episcopal como al puesto que la Providencia le había asignado, los largos períodos de proscripción le sevían de descansos no menos providenciales que utilizaba al máximo para acrecentar su cultura intelectual y su vida sobrenatural.

La primera en tiempo de las obras de San Atanasio parece ser su Contra los Paganos y sobre la Encarnación del Verbo. Obra de juventud, puede decirse, a juzgar por la composición todavía torpe. Por otra parte no hace en ella ninguna ilusión al arrianismo: señal de que la herejía aún no se propagaba y de que Atanasio no era todavía obispo. La primera parte del libro es una apología del cristianismo frente a errores del paganismo; la segunda, una exposición de motivos teológicos de la Encarnación. Más su obra literaria, tanto como su acción pastoral, se centra en el arrianismo.

Por haber falseado la herejía el sentido de una frase de Jesús citada en el Evangelio: “Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt II, 27), queriendo ver en ella no solamente una subordinación sino una inferioridad del Hijo de Dios respecto del Padre, Atanasio reivindica la igualdad de las personas divinas concordando con el texto de San Mateo este otro de San Juan: “Todo lo que tiene el Padre es igualmente Mío” (Jn I6,15). La Carta Encíclica de los Obispos, escrita en el momento de su partida para el segundo destierro (339) es una vigorosa protesta contra la intrusión del obispo arriano Gregorio de Capadocia en la sede de Alejandría. Al mismo tiempo que un cuadro de las violencias a las que ha dado lugar la usurpación, se ve allí una descripción del estado de la diócesis y de la Iglesia en esa época.

Los diez años de tranquilidad relativa (346-356) se distinguen sin embargo por la aparición de sus obras más importantes: la Apología contra los Arrianos, la Epístola sobre los decretos del Concilio de Nicea, la Epístola sobre la doctrina de Dionisio.

La Apología, también llamada Syllogus o colección, es un conjunto de documentos. Apología personal, puesto que el autor refuta una a una las acusaciones con que los arrianos han querido anonadarlo en Tiro y en Filipopolis; pero sobre todo Apología de la Fe cristiana contra los absurdos y contra los errores acumulados por los herejes.

La Epístola sobre los decretos de Nicea, en su título completo resume todo su objeto: “De cómo el concilio de Nicea, por la razón de la malicia de los eusebianos, formuló como debía ser, y conforme a la religión, lo que definió contra el arrianismo”. Sigue la historia del famoso término “consubstancial” que los Padres del Concilio habían inventado para expresar de manera indiscutible la igualdad y la unidad de naturaleza entre el Padre y el Hijo.

También contra los arrianos es el opúsculo sobre la doctrina de Dionisio. Este Dionisio era uno de los predecesores de Atanasio, de un siglo atrás, en la sede episcopal de Alejandría. Los herejes habían espigado en una de sus cartas fórmulas que presentaban como favorables a sus ideas: “¡Nada de eso!, replica Atanasio. El parecer de Dionisio concuerda, al contrario, con la enseñanza del Concilio de Nicea; y los arrianos lo calumnian cuando lo toman por uno de sus precursores. Si habló de cierta inferioridad de Cristo respecto de Dios, no se trataba allí sino de su naturaleza humana y no de la Persona del Verbo”.

Cuidadoso de prevenir a sus colegas y sufragáremos contra las maniobras insidiosas de los arrianos, y en particular contra un nuevo símbolo que se disponían a propagar, Atanasio escribió en 356 la Carta a los Obispos de Egipto y de Libia que los exhorta a adherirse firmemente y exclusivamente al Símbolo de Nicea.

Por el deseo expresado por los monjes de la Tebaide, Atanasio escribe también para ellos una Historia de los Arrianos, menos ciertamente una génesis y una exposición de la doctrina que un relato de los excesos de todas clases a los que se entregaron los herejes y de los que él mismo, en medio de su pueblo, ha sido testigo y víctima; y esto en un tono de confidencias que dejan lugar a veces a protestas indignadas.

A uno de sus amigos, Serapión, Obispo de Timuis, que le pedía lo ilustrara sobre el arrianismo y la muerte de Arrio, Atanasio le dedica primeramente su Historia de los arrianos destinada a los monjes; luego, completa el envío con un relato de la muerte del heresiarca que le había transmitido uno de sus sacerdotes, Macario, presente en Constantinopla durante aquel acontecimiento. Habiéndose presentado en la capital, donde Eusebio de Nicomedia queria proceder a su rehabilitacion solemne, Arrio comparecio ante Constantino. A requerimiento del emperador, afirmó con juramento que él mantenia la Fe católica: “Si tu fe es verdaderamente católica, concluyó el imperial árbito, con razón prestaste juramento, pero si es impía, que Dios te juzgue por tu juramento”. Sin embargo, el viejo obispo de Constantinopla, Alejandro, impotente ya para conjurar el escándalo, suplicó al Señor, o bien que ocurriera todo de suerte que su iglesia no fuera profanada.

Y he aquí que esa tarde misma, mientras que un cortejo triunfal conducía a Arrio o su trono, el heresiarca fue presa de un malestar súbito: obligado a buscar un lugar apartado, se le halló tendido, y pocos instantes más tarde herido por una muerte tan ignominiosa que para describirla los historiadores han tenido que recurrir a las palabras de la Escritura relativas a la muerte de Judas: “ Sus entrañas se esparcieron”.—Seguramente que los ortodoxos y aun muchos de los arrianos vieron en esto un castigo de Dios.

Los cuatro discursos (o libros) contra los arrianos, la obra más importante de San Atanasio, constituyen un tratado apologético y dogmático a la vez. Después de una exposición de la doctrina arriana, la refuta a fuerza de textos escriturarios, corroborados por argumentos de razón; y luego reafirma claramente la distinción de las Personas y la unidad de naturaleza en el Misterio de la Santísima Trinidad.

Nueva consulta del Obispo de Timuis, Serapión, a propósito de un error del que él ha sido eco, error según el cual la tercera Persona de la Santísima Trinidad sería creada, algo así como espíritu superior para servir de instrumento al Verbo en la obra de la santificación de las almas.

Recibe de Atanasio “cuatro cartas” que enseñan una vez más la divinidad del Espíritu Santo, su igualdad y su unidad de naturaleza con el Padre y el Hijo.

“El opúsculo sobre Sínodos” subraya las incertidumbres y las variaciones, en suma la anarquía doctrinal de los seudo-concilios de Rímini y de Seleucia, que contrastan con la intangibilidad del Símbolo de Nicea.

En la época del Concilio de Atioquía fue Atanasio quien tomó la iniciativa de reunir en Alejandría el célebre “Concilio de Confesores” que reunió a 2I obispos de Italia, de Libra y de Egipto. Y fue él quien redactó entonces la Carta a los Antioqueños, en la cual esos pocos delegados afirmaban su fe en todo conforme con los decretos de Nicea.

Otra carta sinodal, la Epístola a los Africanos, escrita durante una reunión de 90 obispos de Egipto y de Libia para poner en guardia a sus colegas de Africa occidental contra el símbolo de Rímini que los herejes trataban de establecer en lugar del de Nicea.

¿Le pregunta el emperador Joviano cuál es la regla de la ortodoxia? Atanasio no le propone ninguna otra sino el Símbolo de Nicea, adoptado desde entonces en todo el mundo cristiano.

Al margen del arrianismo, Epicteto, obispo de Corinto, señala dos nuevos errores. El uno pretende que en la Encarnación al Verbo divino se troncó en un ser corporal, sufriendo con este hecho una verdadera pérdida. Y ese cuerpo no había sido formado de la substancia de la Virgen María, sino llevado del cielo; en fin, ese cuerpo sería divino. Y por lo tanto, durante la pasión de Cristo ¿la divinidad misma sufrió?

La otra herejía sostenía que el Verbo no estaba en Cristo sino de la manera como habita en el alma de los profetas o de los santos; que consiguientemente Cristo no sería en verdad Hijo de Dios y Dios El mismo. La Carta a Epicteto les ajusta las cuentas a esas dos innovaciones y resume todo el dogma católico concerniente al Misterio de la Encarnación. Este texto no cesará de cobrar autoridad, citado por San Epifanio, invocado por San Cirilo de Alejandría.

Adolfo, obispo de Onufis, se encuentra ante una tercera herejía: dualidad de personas en Cristo; y, como consecuencia, aunque se debe adorar al Verbo, se debe negar la adoración a la humanidad de Cristo. La carta de Atanasio, recordando el dogma de la unidad de persona en Cristo, demuestra que en lo sucesivo no puede uno contentarse con adorar al Verbo eterno, pues se debe adorar al Verbo que se dignó revertirse de la “forma de esclavo” para la salvación de la humanidad.

Al Filósofo Máximo, que relata a su vez los errores precedentes, Atanasio le responde con las mismas refutaciones, y termina siempre rindiendo homenaje al “Cristo de Gloria en el cual están simultáneamente el poder divino y la flaqueza humana”.

Se discute ahora, aunque no se rechaza categóricamente, la autenticidad de obras atribuidas por mucho tiempo a la pluma de San Atanasio: por ejemplo: “La Exposición de la fe”, “El Gran discurso sobre la fe”, “El libro sobre la Encarnación del Verbo y contra los arrianos”, dos libros contra Apolinar intitulados “De la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo” y “Del saludable advenimiento de Jesucristo”.

La identidad del tema y la concordancia de la doctrina explican que la tradición haya creído adivinar en esas obras el sello de San Atanasio; mientras que ciertas diferencias de forma autorizan a ver en ellas la señal de otra mano.

Al defensor intrépido del dogma católico se unía, en Atanasio, el pastor cuidadoso de alimentar a su rebaño y el santo que se deleitaba en la meditación de las cosas divinas. Esto lo prueban sus Cartas Pascuales o festales, que durante mucho tiempo se creyeron perdidas, pero de las que felizmente se ha hallado, a mediados del siglo pasado, una versión siriaca, si no completa, al menos muy importante para conocer el pensamiento del autor. Un poco como los edictos cuaresmales de los obispos contemporáneos, esas cartas son algo así como circulares que recuerdan a los fieles los deberes esenciales de la vida cristiana. Una de ellas contiene el catálogo de los Libros Sagrados establecido en esa época. Luego, un índice permite situar en fechas precisas, con los episodios de la vida de San Atanasio mismo, los grandes acontecimientos de la época.

La interpretación de los Salmos, bajo la forma de instrucciones familiares dadas por un viejo a un solitario llamado Marcelino, es menos un estudio exegético que una disertación sobre su sentido profético y la aplicación que los cristianos pueden hacer de ellos en la vida corriente.

Cartas, cuya mayor parte se han perdido, cartas de dirección espiritual dirigidas a monjes inquietos, o aclaraciones dogmáticas o morales, en respuesta a las cuestiones planteadas por los corresponsales, obispos sobre todo, acaban de poner de relieve la universalidad del genio de San Atanasio y el incomparable prestigio de que gozaba entre sus contemporáneos.

En fin, coronando esta obra literaria inmensa, la Vida de San Antonio, de la que San Gregorio de Nacianzo pudo decir que “Bajo la forma de historia, promulga la regla de la vida monástica”. Y en efecto, fue en atención a los monjes occidentales por lo que Atanasio escribió esa vida, en que el ejemplo concreto del gran patriarca de los solitarios hace las veces de los principios abstractos. Traducida al latín, esta obra ejerció una influencia considerable en el desenvolvimiento de la ascesis y del monaquismo en Italia y en las Galias, tanto como en el Oriente.

Es relativamente fácil hacer la síntesis de la teología de San Atanasio, aun cuando no la hallemos establecida en un cuerpo de doctrina sistemática, porque toda entera gravita alrededor de la Persona del Verbo: el Verbo en su existencia eterna en el seno del Padre, divina Sabiduría en la obra de la Creación; luego, el Verbo encarnado, Dios hecho hombre para cumplir la obra de la Redención.

El símbolo que la liturgia hace recitar el domingo en el oficio de Prima y que le es atribuido, es ciertamente en efecto una condensación de las grandes verdades reafirmadas entonces: la Unidad de Dios en la Trinidad de Personas Divinas iguales y consubstanciales: generación del Hijo por el Padre, procesión del Espíritu Santo a la vez del Padre y del Hijo; Encarnación del Verbo, con dualidad de naturalezas y unidad de Personas, humanidad verdadera de Cristo al mismo tiempo que divinidad real. Redención del mundo operada por la Pasión y la muerte de Cristo, su resurrección y su ascensión; en fin, su retorno futuro para juzgar a la humanidad eterna.

Menos especulativo que práctico, este Doctor no se complace en elaborar sabios sistemas: quiere inculcar en el pueblo las grandes verdades relativas, y para conseguirlo no teme repetirlas minuciosamente. Su razonamiento parece simplista: puesto el principio de la fe de que Cristo vino para salvarnos, esto es, para hacer de nosotros hijos de Dios, es forzoso claramente que El mismo sea Dios. ¿Cómo perdía El divinizar a los hombres si El mismo no fuese Dios? Nadie puede dar lo que no tiene. “El Verbo se hizo hombre para hacernos divinos”, repite sin cesar. Esta idea fundamental dominaba para él todas las polémicas; lo mantenía fuerte a pesar de sus propios sufrimientos al mismo tiempo que inspiraba toda su enseñanza. Es ella el centro de su doctrina: y si su duelo con Arrio hizo de él el gran héroe de su siglo, es la intuición genial, más que esto, la gran Luz de la Fe sobre la realidad y el objeto de la Encarnación los que hace de San Atanasio un Doctor de la Iglesia universal.

Su fidelidad a la enseñanza tradicional de la Iglesia, en particular su asesino a las definiciones del Concilio de Nicea, le han valido, entre los Padres de la Iglesia, el título excepcional de “Padre de la ortodoxia”. De una inteligencia extraordinariamente penetrante y de una cultura extremadamente extensa, San Atanasio era, además, tanto como sus principales adversarios, un oriental, experto como ellos en todas las sutilezas de la mentalidad oriental, capaz de desbaratar las argucias y los lazos que ellos le tendían. Inflexible en materia de principios, y de una indomable energía, muchas veces se le consideró como intransigente y fanático. San Epifanio lo pinta con una palabra: “Persuadía, exhortaba, pero si se le resistía destrozaba”. -Sin embargo, no llegaba a este extremo sino respecto a la mala fe obstinada. El mismo describe su método: “Lo propio de la religión no es constreñir, sino convencer”.

Su sumisión a la autoridad de la Iglesia era a la vez una garantía y una nueva expresión de su celo en defensa de la Fe. La Iglesia católica y apostólica no es, para él, sino la Iglesia Romana: es el Obispo de Roma el que ocupa la “Sede Apostólica”. Por esta adhesión con hechos más que con palabras el Santo Obispo de Alejandra figura todavía como modelo y precursor. Porque si hubo de hacer frente a lo que los historiadores han llamado “el gran asalto de la inteligencia” contra la Fe, debió resistir también a la intrusión del poder civil en el dogma y la disciplina de la Iglesia. A las persecuciones anteriormente dirigidas por los paganos contra el Cristianismo, ha sucedido la lucha entre cristianos, la primera guerra de religión, herejes contra ortodoxos; y los emperadores, por autoritarismo, lo más a menudo estuvieron en el campo herético: “En materia de Fe, mi voluntad es ley” declaraba un Constancio.

Elevado al episcopado al día siguiente del edicto de Milán, San Atanasio fue uno de los primeros jefes de la Iglesia en aprovechar la protección del poder civil; pero también uno de los primeros en constatar cuán indiscreto e invasor podía volverse el dicho favor, a cuánta confusión de los dos poderes podía conducir, a cuántas usurpaciones dio lugar de hecho. Consciente de su autoridad sobrenatural, y a riesgo de exponerse a la venganza de los todopoderosos monarcas, no temió poner al César en un lugar: “No le está permitido al poder del Estado mezclarse en el gobierno de la Iglesia” proclamó en el Concilio de Milán. Y sin retroceder ante el vigor de la expresión, agradaba: “De obispos no se hará eunucos”. Defensor de la autoridad y de la disciplina tanto como de la doctrina, San Atanasio es por consiguiente el tipo acabado del obispo, “el vigilante jefe y pastor que alimenta a su rebaño”.

Bossuet, en la “Défonse de la tradition et des saints Péres”, escribe: “El carácter de San Atanasio consiste en ser grande en todas las ocasiones”. ¿Hay un panegírico más elocuente? Este juicio no hace sino condensar en una expresión lapidaria los elogios otorgados por los siglos al Patriarca de Alejandría.

Escritor de una fecundidad prodigiosa, de pensamiento profundo, de poderosa argumentación, de estilo claro y nervioso, Atanasio, consagrando sin reserva alguna el excepcional genio de que la Providencia lo había dotado a la causa de Dios se hizo uno de los más ilustres Doctores y Maestros en la Iglesia de Cristo, cuya misión es defender y propagar la verdad divina.

Pero el temple de su voluntad no era menor que la lucidez de su inteligencia. Aunque no lo hubiese querido, las circunstancias, luchas, contradicciones, persecuciones lo obligaron a desplegar todos los recursos de su energía, de su tenacidad: “Fue él de la categoría de los espíritus vigorosos tales como los exigen las horas decisivas. Constantemente, durante su vida tan llena de vicisitudes, se mostró presto a soportar los últimos sufrimientos por su Fe. En la cual permanecía inquebrantable; la defendió contra todos los ataques; tras de sí arrastró a los espíritus oscilantes… La grandeza de su carácter está fuera de duda”. I

Pero el motor que animaba tan maravilloso conjunto era el apasionado amor a Jesucristo. Es allí donde se debe buscar la explicación de sus trabajos, de sus gozos, y de sus sufrimientos, de su arrojo y de sus indignaciones, de sus amistades y de sus anatemas. Atanasio fue un héroe sólo porque era Santo, y un Santo en el que sus contemporáneos mismos veían un acabado modelo de vida cristiana: “Ensalzar a Atanasio es ensalzar la virtud misma” exclamaba San Gregorio de Nacianzo. En efecto, ¿no es celebrar las glorias de la virtud el hacer conocer una vida que realizó todas las virtudes a la vez? (Discurso XXI).

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